La Iglesia católica es una institución grande y vieja. Anquilosada. Y se nota hasta en los críticos.
Leí el otro día en Alandar una iniciativa que había surgido en Alemania: canonizar por aclamación a monseñor Romero. Para quien no lo conozca, Óscar Romero era un obispo conservador que fue nombrado arzobispo metropolitano de San Salvador. Como buen conservador, estaba al lado de la ley y el orden pero, como buen obispo, quiso conocer la realidad cotidiana de su diócesis. Y lo que conoció, en El Salvador de los escuadrones de la muerte, significó un aldabonazo en su conciencia. Utilizó su cargo para denunciar la opresión del gobierno salvadoreño y, a pesar de su elevadísima posición, tenía que acabar asesinado, y así pasó en la capilla del hospital de La Divina Providencia en 1980. Un mártir de los pobres, aunque él no lo era.
Todo esto pasó a finales de los 70, y todavía hoy monseñor Romero no ha recibido el nombramiento como beato, aunque es evidente que fue un santo y que dio su vida por los demás. No ha sido un santo subito. Y Somos Iglesia en Alemania propuso que, el mismo día que se beatificaba a Juan Pablo II, el pueblo saliera a expresar su admiración por Óscar Romero y proclamarlo santo. Y no ha pasado nada.
Esto que pasó hace tres semanas me descorazonó bastante. Pero el 15-M y #acampadasol me han devuelto la fe en el pueblo. A lo mejor no es la democracia española la única que se puede beneficiar de esta toma de conciencia. Aunque les pese a los obispos españoles, que no se miran precisamente en el espejo de San Óscar Romero.
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