Escribe Juan José Tamayo en El País un artículo en el que, partiendo de la polémica suscitada por la revuelta de un sector del clero vasco contra el nombramiento como obispo de Munilla.
Aunque debo decir que me parece que el señor Tamayo parte de una postura militante y. por eso, a veces pierde la perspectiva, sí es verdad que estoy de acuerdo con la tesis del artículo.
Para quien no lo tenga muy claro, los obispos son elegidos, pero no por el pueblo ni los religiosos de la diócesis a la que son destinados, sino por el Vaticano. Básicamente, el nuncio apostólico (embajador) reúne información y manda una serie de nombres al Vaticano, desde donde se elige a uno de ellos. Evidentemente, el nuncio no se dedica a visitar la diócesis preguntando a la gente, así que se dirige a la Conferencia Episcopal, que es quien le informa y propone los nombres que llegan al Papa.
Esto, en la España de hoy, tiene claras consecuencias políticas. Teóricamente, el obispo más poderoso de España es el primado de Toledo, monseñor Braulio Rodríguez. Sin embargo, el poderoso caballero hace que en la práctica el obispo más poderoso es el encargado de la diócesis con más dinero: Madrid. Es decir,Antonio María Rouco. Además, Rouco es el presidente de la Conferencia Episcopal, un órgano nuevo, creado en el concilio Vaticano II para dar forma al colegio de los obispos pero que ahora mismo no está muy claro para qué sirve, aparte de que en sus elecciones se ve el equilibrio de poder dentro de la jerarquía católica. Y resulta que en las dos últimas elecciones a presidente de la CEE se han presentado al puesto Ricardo Blázquez, obispo de Bilbao, conservador pero tranquilo, y el susodicho Rouco.
En las penúltimas elecciones fue elegido por los pelos Blázquez, que impulsó una política de acuerdo con el gobierno del PSOE. Pero en 2008 se volvieron a convocar elecciones y esta vez ganó —por los pelos— Rouco, que ha decidido que la Iglesia no es una congregación de fieles, sino un partido político ultraconservador que debe hacer oposición a Zapatero. Y de aquí han venido las grandes manifestaciones, declaraciones altisonantes, etc., que ha habido últimamente.
Pero me distraigo. El problema es que con este sistema de cooptación (se escoge al líder de entre el grupo) no hay democracia. No puede haberla cuando la elección viene de arriba: el Vaticano escoge a los obispos y estos de entre ellos mismos al presidente de la CEE. Pero esto no fue siempre así. De hecho, en la Iglesia primitiva (lo cual quiere decir «más cercana en el tiempo a Cristo» e, incidentalmente, «durante siglos») eran las comunidades, el pueblo, quienes escogían a los obispos. Generalmente de entre ellos mismos, aunque hay casos famosos en que escogieron a extranjeros prestigiosos, como el caso de San Agustín en Hipona. Esto tenía todo el sentido, al fin y al cabo el obispo es un «pastor», es quien debe cuidar de la gente de su diócesis y nadie conoce mejor los problemas de un lugar que quien es de allí. Sin embargo, esto se fue perdiendo por dos procesos independientes aunque paralelos: la progresiva centralización de la Iglesia según ascendía la sede romana; y la feudalización de toda la sociedad, que fue creando la imagen del pueblo llano como lacayo de un señor, el obispo en este caso.
Y mientras la Iglesia no recupere algo de esta democracia originaria, habrá problemas. Y es cierto que la democracia ha sido denominada (no sé por quién) «la dictadura de la mayoría», pero ahora mismo hay mucha gente, seguramente más de un millón de personas, que no se sienten representadas en absoluto por los obispos. Porque ahora mismo el gran problema de la Iglesia española es que es una realidad riquísima, con muchas tendencias diferentes que la nutren, pero quien domina no trata de consensuar, sino que está en un extremo. Y no es bueno confundir la radicalidad evangélica con la radicalidad ultraconservadora política.
Comentarios recientes