Si le preguntas a alguien qué ha hecho en Navidad probablemente te cuente lo bien que se lo ha pasado en su hotel cinco estrellas, o cuanto calor hacía en el crucero en el que ha estado, o te nombre uno por uno cada uno de los regalos que ha recibido. Pero, al igual que en las demás épocas del año, en Navidad pueden pasar y, de hecho, pasan cosas malas. No porque sea una etapa de felicidad y solidaridad significa que en tres semanas todo lo que te ocurra vaya a ser bueno, divertido o satisfactorio.
Es más, voy a contar una anécdota que me ha ocurrido en Navidad y… sí, es algo malo.
Yo tengo un perro. Una perra, para ser exactos. Se llama Tiza. Y como a cualquier perro, hay que sacarla a pasear. Ella disfrutaba los paseos de por las noches, hasta que un día llego otra perra. Laisa. Esa perra es un pastor alemán un poco dominante, pero nada mala comparada con otros perros. Bien. Tiza, desde el primer día en que la vió ha estado convencida de que si se acerca a ella va a morir. Nada malo ha hecho Laisa a Tiza para que a ella le de tanto miedo, pero el caso es que no la gusta nada. Laisa dejó de venir un buen día, lo que, para que mentir, fue un gran alivio para mí, y para Tiza.
Yo seguí llendo al parque de siempre todos los días. Después de unos meses sin ver a «su querida amiga» Tiza ya había medio superado su miedo a Laisa asi que la solté. Craso error. Estaba tranquilo. Solo estabamos dos perros más con sus correspondientes dueños Tiza y yo. De repente dejé de acariciar a Tiza, que estaba sentada al lado mía y vi a varios perros corretear a lo lejos en nuestra dirección. A medida que se acercaban empecé a distinguir tamaños y colores. Unos negros, otros blancos, unos grandes, otros pequeños, unos bulldogs, otros pastores alemanes. La ví y como no estaba seguro de que fuera Laisa me di la vuelta para atar a Tiza. Demasiado tarde. Tiza estaba ya a cien metros por delante mía (en dirección contraria a Laisa) y no parecía querer parar en ningún momento. Salí corriendo detras de ella pero a los cinco minutos de carrera la perdí de vista. Llamé a mis padres, se lo conté todo y nos pusimos a buscar. Incluso la pandilla del parque se puso a la busca de Tiza.
Despues de hora y cuarto callejeando angutiado mi padre me llamó diciendo que, gracias a la chapita del collar la habían encontrado.
Todo se solucionó y ese día pude dormir bien.
Sin embargo, estáis muy equivocados si creeis que eso ha sido lo peor de las vacaciones.
Continúo:
Una semana después de aquel insólito episodio, pasé con Tiza (obviamente, atada) cerca del parque, donde debía ser que estaba Laisa. Mi perra la olió y, efectivamente, intentó escapar en dirección contraria. Yo tiré de ella para intentar que comprendiera que no tenía nada que temer de Laisa. Otro craso error. Tiza arqueó su espalda, agachó la cabeza y consiguió quitarse el arnés (que habíamos comprado justo despues del incidente anterior). Salió y salí corriendo ella para huir y yo para atraparla. Pero esta vez no hubo tanta suerte. Dobló una esquina y mas tarde la doblé yo. Bajé una calle corriendo y gritando «toma» «ven» «Tiza» y otras muchas cosas, hasta que dije:
–¡Paradla! –Gritando con todas mis fuerzas.
Oí un pitido de un coche y vi a lo lejos a un señor correr hacia un coche.
Cuando llegué pregunté a una chica.a
–¿Has visto a un perr…
–Si está allí. Lo han atropeyado.
Corrí, pero ya no tenía fuerzas como antes. Es como si la fuerza se me hubiera ido al oir «atropeyado». Rodeé al coche que estaba parado y entonces la ví.
Estaba en el suelo, tiritando, pero con los ojos abiertos. La chica que estaba ayudandome se ofreció a llevarme al veterinario más cercano.
–Sí, por favor–sollocé yo.
Subí a la parte de atrás del coche con Tiza en brazos y la chica me dijo que no había sido mucho ya que solo la había golpeado en la cadera y no parecía haberle roto nada.
–El cabr**n se ha ido después de atropeyarla.
–ah ¿que no has sido tú?– la pregunté yo mietras abrazaba a Tiza con todas mis fuerzas.
–No no. Por cierto conozco un veterinario veinticuatro horas aquí cerca.
–Me da igual a cuál, mientras me lleves a uno.–dije, aunque después me di cuenta de lo impertinente que había sonado eso
–Por cierto me llamo Rita.
–Gracias, Rita.
Cuando llegamos al veterinario Rita se quedó conmigo hasta que llegó mi padre y allí más calmado, cuando pude ver a Tiza a la luz vi, que el único rasguño que mi perra se llevó de aquél golpe fue una herida justo debajo del ojo.
Ahora, una semana más tarde, sigo pensando que mi perra es inmortal, y que nunca me olvidaré de Rita. La única de una veintena de personas que se preocupó de algo tan serio, como lo es el atropeyo de un animal.
Fin