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No tengo el día

Entro el en penúltimo vagón en Sol y me sorprende que un chaval (bueno parece casi de mi edad, de chaval ya poco) aparta de un empujón a una señora para cazar un asiento libre. Se sienta y abre un libro que lee con gran concentración.

La señora y su acompañante hacen lo que se suele hacer en estos casos, que es rezongar y refunfuñar. La sorpresa me ha dejado paralizado hasta que llegamos a Gran Vía, donde se baja la chica que iba sentada en el asiento de al lado. Eso, unido al hecho de que nadie en el vagón se atreve a sentarse ahí, me deja ángulo para comprobar que el tío ha tenido la puntería de sentarse en uno de los asientos reservados. Y me toca los cojones, así que decido decírselo: «Mira, perdona, pero estás sentado en un asiento reservado, así que levántate y deja a los señores que se sienten». Primero intenta no hacerme caso, pero parece que las miradas que le están echando deben de quemarle, así que se gira y, pobrecito, resulta que no va a levantarse porque «no tiene el día» para hacerlo.

Se me ocurren dos opciones, simplemente insistirle o insinuarle que a lo peor yo tampoco tengo el día para no partirle la cara. Tampoco estoy tan macarra, así que simplemente me siento en el asiento que estaba vacío y le miro. Mientras, tanto hemos llegado a Tribunal.

Y al llegar a Bilbao, la siguiente estación, el interfecto se baja. No alcancé a ver si era realmente su estación o si no supo aguantar la presión de una docena de personas mirándole con desaprobación (el único que pasó de las miradas a las palabras fui yo). Si no era su estación, qué huevos más gordos tuvo el tío, pero si realmente lo era, como me temo, ¿qué le pasa a la gente? ¿Para tres estaciones de mierda merece la pena, por muy mal día que tengas, pasar por encima (literalmente) de una señora y soportar que te eche la bronca un desconocido?

Nadie más del vagón se animó a decirle algo. Y, ahora caigo, los señores mayores tampoco me agradecieron la intervención. Qué mal final de tarde.

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