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Una piedra

Érase una vez una piedra. Una simple piedra caliza. CaCO3, como dirían los químicos. Y sin embargo…

Sin embargo, esa piedra vivió muchas vidas. Apareció en un campo en lo que hoy es Jordania, en una cantera hace más de 2000 años. Su primera vida fue probablemente la más constructiva. Un cantero aplicó todo su saber para, usando simplemente una cuña de madera, un mazo y agua, extraerla de la tierra que la encerraba.

De esa piedra salieron varios fragmentos. Cuando la subieron a un carro tirado por dos bueyes uncidos, el fragmento más pequeño cayó al lado del camino. Una vez, varios siglos después, un hombre caminaba despistado por ese mismo camino y le distrajo el vuelo de un pájaro. Pisó mal y derrapó por la cuneta, donde tropezó con la piedra y se machacó el tobillo por ir despistado. También, unos años después, el dueño del campo que había a la vera del camino se puso a sembrar a voleo y un joven que pasaba por el camino se fijó en unas semillas que cayeron en la cuneta y se le ocurrió una historia edificante. Años después, convertido en un rabino heterodoxo, se la contó a sus pocos seguidores.

Otro fragmento, probablemente el más brillante y con vetas más sutiles, acabó en el taller de un escultor al que habían encargado algunos de los frisos que debían decorar un templo en la capital del reino vecino. Con el fragmento de la piedra consiguió su obra maestra, un canto al poder, la majestad y la belleza de una divinidad extranjera en la que no creía.

Un fragmento más pequeño, del tamaño de un huevo de gallina, fue recogido por un joven pastor al que le gustó su color. Se la guardó en el bolsillo y la conservó durante varios meses hasta que una broma pesada de su familia le llevó a enfrentarse en combate singular con un enorme guerrero extranjero. El joven pastor, llevado por el pánico, incumplió las normas del duelo singular y, cuando su rival aprestaba la espada, sacó su honda y la piedra y la arrojó con tanta suerte que atravesó el ojo del soldado, que cayó herido de muerte.

Otra pieza estuvo a punto de llegar también hasta el impresionante templo, pero el escultor detectó una grieta casi imperceptible y la desechó. Sin embargo, un arquitecto que trabajaba con él decidió utilizarla como piedra angular de su propia residencia, construida toda en caliza.

Pocos años después, el campesino que sembraba se puso a arar su terreno. Como es sabido, las piedras en los campos de cultivo se mueven para que los agricultores no se acomoden, y el fragmento que había chocado con el tobillo del hombre distraído acabó justo en el centro del campo. Allí  se la encontró la hoja del arado, que no pudo resistir el choque y se quebró. El labrador, furioso, la arrojó contra el buey que tiraba del arado. El castrado animal simplemente parpadeó y miró con ojos acusadores a su dueño. ¿Qué culpa tenía él?

Esa mirada avergonzó al hombre, que desenterró el fragmento y se sentó en él mientras pensaba qué podría hacer con ella. Después de mucho pensar, no llegó a ninguna conclusión, y la tiró de vuelta al camino. Seguramente debía de compartir la grieta con su pariente, porque el golpe la destrozó en innumerables trozos que fueron esparcidos por el viento, la lluvia y  las patadas de los caminantes.

Varios de esos trozos acabó cerca de la aldea del rabino. Un día, una mujer fue acusada de un delito nefando y muchos de esos fragmentos acabaron en las manos de una turba que pretendía cumplir las leyes de su pueblo lapidándola hasta la muerte. Nadie se dio cuenta pero fue curioso que el rabino cogió la última de las piedras calizas y se puso a escribir en el suelo. Los hombres, exaltados, le preguntaron algo y tuvieron que insistir porque parecía que la cuestión no le interesaba. Sin embargo, cuando se dignó responder, lo que sea que dijo consiguió que aquellos hombres se decidieran a incumplir sus leyes. Y el rabino se limitó a seguir escribiendo en la arena.

La piedra primera se había convertido, con el tiempo en muchas piedras de todas las clases. Después de millones de años, las leyes de la casualidad hicieron que muchos de esos fragmentos se reunieran. Y, ¿sabes qué se dijeron?

Por supuesto, no dijeron nada. Eran piedras. Y, sin embargo, sin ser nada más que piedra, fueron necesaria para tantas cosas…

Tanto buenas como malas.

Supongo que se puede extraer una enseñanza, pero «debes ser como una piedra» nunca me parecerá un buen consejo, así que no lo haré.

 

(Inspirado por una foto de Facebook)

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